La privatización ha entrado con fuerza en el campo de la seguridad ciudadana y lo ha hecho bajo el pretexto de la ineficiencia pública en el control de la violencia; esto es, con la misma argumentación ideológica seguida en los procesos de privatización del Estado. En todo caso, ésta es una hipótesis –aun no comprobada de un proceso inscrito en la lógica general de reforma estatal, y aparece –en términos reales y objetivos- como la principal y más importante innovación en el combate a la violencia en América Latina. En otras palabras, la transformación más significativa producida en las políticas de control de la violencia, ha venido desde fuera del sector con “la privatización”; y no desde alguna de las vertientes de la prevención, como se ha pretendido hacer creer.
El impacto de esta tendencia es tan significativo, que ha llevado a la mutación del contenido de las políticas en el tema: de la seguridad ciudadana a la seguridad privada. Ésta última ha cambiado la naturaleza del derecho que encarna la primera, dado que ahí recae su condición ciudadana, y ha introducido la lógica de la ganancia en la producción de este servicio. Lo paradójico de la propuesta está en que la eficiencia del sector privado por erradicar la violencia, podría conducir a la pérdida de su razón de ser, considerando que este negocio depende de la existencia de la violencia y, por lo tanto, de la ampliación de la demanda por seguridad. De allí que este debate debe ser más profundo y menos ideológico.
Por lo pronto es difícil establecer una correlación directa entre privatización y violencia, sea ésta objetiva o subjetiva. Lo que sí se puede afirmar es que hay una coincidencia del auge delincuencial con los procesos de privatización, los cuales ponen en duda su justificación inicial; aunque, por el momento, esto no significa una determinación causal. No obstante, es preciso reconocer que la condición mercantil de la seguridad privada ha definido un acceso diferenciado a ella: los que tienen recursos económicos la adquieren y los que no los tienen se quedan al margen.
Como consecuencia de ello tenemos que desde el año 2005 existen más policías privados (40.368) que públicos (36.907), pues las empresas particulares han crecido a un ritmo mayor que las estatales. En este contexto, se ha constituido una oferta policial diferenciada según la capacidad económica de cada uno de los estratos sociales. Así, mientras las empresas formales de guardianía privada (849 durante el 2006) prestan sus servicios a la banca, al comercio formal, a los barrios cerrados y a ciertas oficinas estatales; las empresas informales atienden a los sectores de bajos ingresos, situación que reproduce los mismos problemas de informalidad que tienen otros sectores del país.
Frente a este agudo proceso de privatización de la seguridad, no se observa una correlativa regulación por parte del Estado. ¿La seguridad privada es tierra de nadie? ¿A quién le corresponde normar a este sector? Se requiere, por lo tanto, definir urgentemente un marco institucional y regulatorio integral de esta actividad empresarial, ya que es un servicio en ascenso que debería estar subordinado a las políticas públicas
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