La violencia tiene dos dimensiones claramente diferenciadas e interrelacionadas: la inseguridad que es la dimensión que hace referencia a los hechos concretos de violencia objetiva producidos o, lo que es lo mismo, la falta de seguridad. Y la percepción de inseguridad que hace relación a la sensación de temor y que tiene que ver con el ámbito subjetivo de la construcción social del miedo generado por la violencia directa o indirecta.
Es en esta segunda dimensión de la violencia que hay que detenerse a pensar porque es poco lo que se ha hecho por conocerla y para actuar sobre ella. Se trata de un imaginario complejo construido socialmente, que se caracteriza por existir antes de que se produzca un hecho de violencia (probabilidad de ocurrencia), pero también después de ocurrido (por el temor de que pueda volver a suceder). Es anterior, en la medida en que existe el temor de que se produzca un acto violento sin haberlo vivido directamente y, puede ser posterior porque el miedo nace de la socialización (allí el papel de los medios de comunicación) de un hecho de violencia ocurrido a otra persona.
La percepción de inseguridad - por ser una construcción social - tiene un momento histórico que toma cuerpo, para el caso que nos ocupa en Latinoamérica es a principios de los años noventa con la libre movilidad de los capitales; en este contexto la sensación de inseguridad aparece como una externalidad negativa para la inversión extranjera, el turismo y el desarrollo urbano. En este caso, revistas como “América Economía” al introducir la noción de riesgo han construido la percepción de inseguridad desde lo empresarial e internacional. Adicionalmente, las policías locales incorporan el tema por la brecha existente entre violencia objetiva y subjetiva, como forma de descargar responsabilidades frente a los medios de comunicación. Todo esto supone que si ésta nace socialmente, de la misma manera puede ser contrarrestada y revertida.
Hay que tomar en cuenta que la percepción de inseguridad puede originarse en hechos que no tengan nada que ver con los actos de violencia ocurridos o por ocurrir (anteriores o posteriores), sino por ejemplo, de sentimientos de soledad o de oscuridad que finalmente tienen que ver, en el primer caso, con la ausencia de organización social o la precaria institucionalidad; o en el segundo caso, por la falta de iluminación de una calle, la ausencia de recolección de basura o la inexistencia de mobiliario urbano.
Si la ciudad es un espacio de “soledades compartidas” y, por tanto, el lugar del anonimato y la inseguridad; allí el temor crecerá y, lo que es peor, el miedo se convertirá en principio urbanístico. Es decir, hay un miedo construido en la ciudad y también una ciudad construida por el miedo.
Por esta razón, las políticas urbanas han empezado a tomar en cuenta esta dimensión, desarrollando propuestas como las llamadas, por ejemplo: “ventanas rotas” impulsadas en Nueva York y diseñadas para regular la conducta social en el espacio público; o “prevención situacional” que busca poner barreras físicas al crimen. De allí que sea pertinente plantearse preguntas como las siguientes: ¿Quién concibe, usa, produce y controla el espacio público: el crimen o la policía? ¿Estamos en esta disyuntiva? No es dable pensar en éstas como opciones, por eso hay que buscar alternativas que produzcan más ciudad y más seguridad tanto objetiva como subjetiva.
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